Departamento de Cultura y Política Lingüística

ERRANDONEA, MAILLOT AMARILLO Y FILETE EN EL SILLÍN

autoría: Ander Izagirre, 

“Poulidor, por fin de amarillo”.

Los periodistas escribieron este titular, y algunos otros parecidos, la noche del 29 de junio de 1967. Tenían las crónicas ya redactadas pero aún sin enviar, esperando a que los últimos ocho o diez ciclistas terminaran aquel invento de una contrarreloj nocturna. Se les echaba encima el cierre del periódico.

Era el primer prólogo de la historia del Tour: una crono de apenas 5,8 kilómetros por las calles sinuosas y adoquinadas de Angers, programada a una hora muy tardía, iluminada con lámparas de gas, para añadirle otra pizca de emoción. El francés Raymond Poulidor decidió salir entre los primeros, a las siete de la tarde, todavía con luz natural, porque así podía irse temprano al hotel, cenar y descansar para el día siguiente. Pero resulta que había marcado el mejor tiempo, habían transcurrido tres horas y ninguno de los favoritos lo había superado, ni Janssen ni Gimondi ni Karstens ni nadie. No le dejaron marcharse al hotel: iba a subir al podio a recibir su primer maillot amarillo en el Tour.

Aquello era un acontecimiento esperado por toda Francia. El dramático Poulidor pasó quince años rondando el triunfo final del Tour. Entre 1962 y 1976, subió al podio de París ocho veces (tres segundos puestos y cinco terceros) pero no vistió el maillot amarillo ni una sola jornada. Cada vez que rozaba la gloria, se caía, sufría un pinchazo, un motorista lo arrollaba. Poulidor pasó a la historia del ciclismo y a la cultura popular como el eterno segundón. Le cerraron el camino las grandes figuras de ambas décadas (Anquetil y Merckx) pero también otros ciclistas menos brillantes que sin embargo tuvieron una ocasión para concentrar toda su fuerza y su suerte en un solo golpe: Aimar, Pingeon, Janssen, Van Impe, ciclistas que ganaron un Tour y de los que apenas se habla.

Si yo hubiera ganado un Tour, nadie se acordaría de mí -decía Poulidor.

En el prólogo de 1967, cuando los fotógrafos se preparaban para tomar esa anhelada imagen de Poulidor vestido de amarillo, cuando ya solo faltaban por llegar un puñado de ciclistas poco conocidos, apareció José María Errandonea.

Me arriesgué -explicó el ciclista irunés, del equipo Fagor, aunque el Tour se disputaba por selecciones nacionales-. Era un día muy caluroso, hablé con mi director Saura y decidimos que yo saldría entre los últimos, a las diez de la noche, porque ya habría refrescado y eso sería una ventaja. El problema era que estaba oscuro, pero Saura venía muy pegado para iluminarme con los faros del coche.

Errandonea era un especialista en distancias cortas. Se había curtido en los velódromos, donde había competido en los Juegos Olímpicos de 1960 y había ganado cuatro campeonatos de España de persecución. También triunfó en el prólogo de la Vuelta de 1966. Y solo cinco días antes del inicio del Tour de 1967, había ganado incluso una contrarreloj de 48 kilómetros en la Vuelta a Suiza. Se presentaba en plena forma y decidió tomar todos los riesgos para vestir el maillot amarillo.

El circuito de Angers era muy explosivo, estaba plagado de curvas y contracurvas, repechos, zonas adoquinadas. Arriesgué mucho en una curva con pavés, me tumbé, la rueda trasera me derrapó y se me fue medio metro; menos mal que me hizo tope en un adoquín y no me caí de milagro.

A ultimísima hora, Errandonea batió a Poulidor por seis segundos, para consternación de los aficionados franceses y mosqueo de los periodistas, que debieron reescribir las crónicas a toda velocidad.

El irunés pasó inmediatamente de la euforia al calvario.

- El mismo día del prólogo ya tenía problemas en el perineo, notaba una inflamación, me molestaba el sillín. Como el prólogo era muy corto, aguanté. Pero me salió un forúnculo y las siguientes etapas ya eran muchas horas de dolor…

Los forúnculos aparecían con cierta frecuencia en aquellos tiempos. Las badanas de los culotes eran de cuero, ásperas, formaban pliegues, y con la acumulación de horas y días pedaleando, con el sudor y el polvo, con las carreteras rugosas y bacheadas, cualquier imperfección en la badana podía dejar el perineo de los ciclistas al rojo vivo. El roce producía forúnculos, abscesos, fístulas. Los ciclistas combatían este problema como podían, dando crema a las badanas para mantenerlas elásticas o colocándose acolchados artesanales. El más habitual era el que empleó el propio Errandonea:

Para correr la primera etapa en línea me compraron un pedazo de carne, un entrecot, y me lo puse en la zona del forúnculo para amortiguar la rozadura con el sillín. Pero nada, iba muy mal.

Resistió una jornada con el maillot amarillo, pero nada más empezar la segunda se cayó, tuvo que perseguir al pelotón durante muchos kilómetros apretando contra el sillín, sin respiros para cambiar de vez en cuando la postura y aliviar el dolor. Consiguió reengancharse pero trece fugados llegaron con una pequeña ventaja, suficiente para desbancarlo del liderato. En la tercera etapa ya no pudo más y se bajó.

Antes de la tercera me intentaron sajar el forúnculo, pero aún no estaba maduro, no reventó y me lo dejaron peor -recuerda Errandondea-. No podía sentarme, el dolor era inaguantable. Me dio mucha rabia, porque venía muy fuerte de la Vuelta a Suiza y me veía con posibilidades de hacer un gran Tour. Pero me subí al tren y volví a casa.

Poulidor entendió que ganar no es la única manera de pasar a la historia. Que hay otras mucho más memorables, como la de pasarse toda la vida a punto de ganar y no conseguirlo nunca. Errandonea también se daba cuenta del fenómeno, de que parte de su gloria venía por el efecto colateral de su triunfo en Angers: “A mí la gente me recuerda porque fui el que dejé a Poulidor sin amarillo”. A Errandonea la gloria le duró poco, apenas dos días, pero quedó en la memoria para siempre: fue el primer maillot amarillo vasco.

Autor: Ander Izagirre