Departamento de Cultura y Política Lingüística

"NO ME ASUSTARON. ELLOS TENÍAN QUE DAR A LOS PEDALES IGUAL QUE YO"

autoría: Ander Izagirre, 

Aquel otro Tour que empezó en Bilbao

¿Y si resulta que el Tour de 2023 no es el primero que sale de Bilbao?

Porque el de 1910 también empezó en la capital vizcaína, al menos para uno de sus ciclistas más peculiares: Vicente Blanco se empeñó en recorrer los mil kilómetros desde Bilbao hasta la salida de París pedaleando.

- Yo voy a todas las carreras en bicicleta, lo mismo a Gijón que a Barcelona o a Valencia -decía-. Y a París mucho mejor, porque las carreteras francesas están mucho más cuidadas.

Blanco llegó a París un par de días antes del inicio del Tour, extenuado, hambriento, desorientado. Preguntando y preguntando, llegó a la fábrica de bicicletas Alcyon. Allí le dieron el mismo modelo de bicicleta con el que debían participar todos los corredores, sin derecho a cambiarla en ninguna circunstancia, y le marcaron los ejes de las ruedas, la horquilla y el pedalier con un punzón, para asegurarse de que completaba la carrera con esas mismas piezas. Después pasó por la sede del diario L’Auto, organizador del Tour, para recoger su dorsal número 155. Cenó lo que pudo, durmió como un tronco y se presentó en la salida a las 5 de la mañana del 3 de julio. Allí, todavía de noche, entrevió a las figuras del momento: Faber, Lapize, Crupelandt...

Bah, no me asustaron. Ellos tenían que dar a los pedales igual que yo.

Vicente Blanco, el primer vizcaíno que corrió el Tour, estaba acostumbrado a superar dificultades: era cojo.

http://homenajevicenteblancoelcojo.blogspot.com/

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Blanco nació en Larrabetzu en 1884. A los 20 años, cuando trabajaba en la siderurgia La Basconia, una barra de acero incandescente le atravesó el pie izquierdo y se lo dejó hecho un amasijo de carne quemada. Pocos meses después, volvió al trabajo en los astilleros Euskalduna y los engranajes de una máquina le trituraron el pie derecho. Tuvieron que amputarle los cinco dedos machacados.

Blanco cojeaba al caminar pero un día le prestaron una bici y descubrió que volaba. Su sueldo de botero en la ría de Bilbao no le daba para grandes gastos, pero entre la chatarra encontró una bici sin neumáticos. Ató las sogas del bote alrededor de las llantas y salió a entrenarse. Se le daba tan bien que la Federación Atleta Vizcaína le consiguió una bicicleta decente y empezó a lucirse en las carreras más prestigiosas de la época: la Irún-Bilbao-Irún, la Irún-Pamplona-Irún, la Volta a Cataluña… Incluso ganó los campeonatos de España de 1908 y 1909.

Se hizo famoso, sobre todo, por sus trampas y sus fanfarronadas. El cronista Ángel Viribay cuenta cómo Blanco, alias el Cojo, se presentó en la salida de una larga carrera en Bilbao y anunció a todos sus rivales que él correría sin avituallamiento, para darles ventaja. Nadie sabía que unas horas antes sus amigos habían ocultado cazuelas de bacalao en diversos puntos del recorrido. El Cojo se escapó pronto, por el camino devoró a escondidas las tajadas de bacalao y gracias a ese dopaje pionero llegó en primera posición con muchos minutos de ventaja. Para completar el circo, entró en la meta con un perro atado a su manillar.

También innovó los aspectos tácticos del ciclismo: el campeonato de España de 1908 lo ganó porque en un control de paso, donde los cuatro ciclistas escapados se detuvieron a estampar su firma obligatoria, Blanco firmó el primero, partió a propósito la punta del lápiz y reanudó la marcha a toda velocidad, mientras sus compañeros de fuga se desesperaban buscando alguna navaja para afilar el lápiz.

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El Tour se arrimó al País Vasco casi desde el principio. Llegó por primera vez en 1906, durante su cuarta edición, con un final de etapa en Baiona. Y ya entonces se vivió un antecedente de la marea naranja, un tumulto de aficionados que jaleaban el triunfo de un ciclista local. No de un vasco, sino de un gascón de Peyrehorade, pueblo a orillas del río Adour, muy cerca ya de Baiona. Jean-Baptiste Dortignacq, segundo y tercero en los Tours de 1904 y 1905, primer ganador extranjero de una etapa en el Giro de Italia, ciclista veloz en verano y castrador de cerdos en las granjas durante el invierno, llegó escapado con Trousselier al control de paso de Peyrehorade, su propio pueblo. “Cuando apareció Dortignacq, la muchedumbre rompió las barreras y se precipitó para abrazar a su ídolo, para aclamarlo, para llevarlo en volandas hasta la mesa de firmas”, contó el diario L’Auto.

Dortignacq corrió braceando para librarse de sus propios seguidores, firmó, le pusieron una magnífica banda de honor, se la quitó como pudo y siguió la escapada”. Trousselier pinchó a falta de trece kilómetros. Tomó la bicicleta que le ofrecía un aficionado, capturó a Dortignacq en las afueras de Baiona y lo batió al sprint. Pero lo descalificaron: ese año estaba prohibido cambiar de bicicleta fuera de los puntos de control. Así que el castrador de cerdos Dortignacq fue el primer vencedor de una etapa del Tour en tierras vascas.

El País Vasco entró, desde aquellas épocas tempranas, en el meollo de la cultura ciclista europea. Era una sociedad que en pocos años había pasado de las guerras carlistas, la crisis política, la depresión económica y la desbandada migratoria de los jóvenes a las Américas, a una industrialización veloz y a una prosperidad creciente. La burguesía vasca estaba al corriente de las tendencias europeas, también las deportivas, y los señoritos de las familias adineradas se apuntaron con entusiasmo a las modas del fútbol, el tenis, el montañismo, el ciclismo: eran los sportmen. La conquista de derechos laborales, mejores sueldos, vacaciones y días libres popularizaron el deporte. Un obrero como Vicente Blanco, sin dinero para comprarse una buena bicicleta, podía buscarse con empeño y astucia alguna manera de dedicarse al ciclismo. Y de asomarse incluso al ámbito internacional. En el País Vasco proliferaron los clubs deportivos, las fábricas de bicicletas, los organizadores de carreras, las empresas y asociaciones que patrocinaban de manera rudimentaria a los primeros ciclistas. Además, Francia les quedaba muy cerca: la cuna del ciclismo de competición, el país que acababa de inventar las grandes vueltas por etapas y que las traía hasta el País Vasco.

Así, en 1909, un grupo de socios del Club Ciclista San Sebastián se acercó a la etapa de Baiona y ofreció un premio de 25 pesetas al primer ciclista de la categoría isolé (aislado: sin equipo) que cruzara la meta. Directivos del diario L’Auto invitaron a cenar a los donostiarras y les animaron a que algún ciclista vasco se inscribiera al año siguiente. El primero había sido Raymond Etcheverry, un corredor precisamente de Baiona, que salió en el Tour de 1907 y no terminó ni siquiera la primera etapa. Pero los organizadores también querían a algún vasco del otro lado de la frontera.

Los donostiarras plantearon la invitación del Tour en el mundillo ciclista vasco y Vicente Blanco, el Cojo, no lo dudó: se iría en bici hasta París para correr la edición de 1910.

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Aquel Tour que Vicente Blanco empezó en Bilbao tenía una pinta terrible. Por primera vez en la historia, los organizadores incluyeron la travesía de los Pirineos de una punta a otra, de la orilla mediterránea a la atlántica en solo dos etapas: la Perpiñán-Luchon (con los cols de Port, Portet, Portet d’Aspet y Ares) y la Luchon-Baiona (con Peyresourde, Aspin, Tourmalet, Soulor y Aubisque), que se convertiría en una etapa legendaria, repetida una y otra vez durante décadas, recreada hoy en día por los cicloturistas que recorren sus 326 kilómetros como tributo a los pioneros. Para curarse en salud, los organizadores también inventaron el coche escoba, una camioneta que recogería por el camino a los exhaustos, heridos, agonizantes y desesperados. Una cuarta parte de los inscritos borró su nombre al enterarse del trazado.

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Al Cojo no le asustaban el recorrido ni los rivales. Tenían que subir las mismas cuestas y girar los mismos pedales que él, dijo, pero parece que daban pedales un poco más rápido: comenzó la carrera, los favoritos salieron disparados y Blanco no volvió a verlos. Ni siquiera al día siguiente. Blanco no figura en la clasificación de aquella primera etapa entre París y Roubaix, aunque aseguró que él había llegado a la meta, pero fuera de control. Achacó el fracaso a las averías y a las caídas, pero, sobre todo, a una circunstancia clave: “No pude hacer nada contra aquellas fieras bien alimentadas”.

El hambre era una obsesión para los ciclistas pioneros. En aquellos Tours, los ases del pelotón contaban con la asistencia de sus equipos, pero muchos corredores participaban por su cuenta en la categoría isolés: “El corredor sale solo a la aventura”, decía el reglamento. Victorino Otero, un cántabro que participó en 1924, fue uno de esos isolés: “Ni por cien mil pesetas vuelvo a salir en el Tour. Nosotros no teníamos quien nos diese avituallamiento y debíamos parar en las tiendas para comprar comida. A veces, poco antes de los controles, los ‘primeras’ tiraban pollos enteros, porque les iban a dar otros frescos, y nosotros nos lanzábamos a buscarlos por las cunetas”.

Así que cuando Vicente Blanco regresó derrengado y famélico del Tour, los directivos de la Federación Atlética Vizcaína y del Club Deportivo de Bilbao sabían cuál era el mejor homenaje para su héroe: un banquete. El cronista Julián del Valle relata una comida que se organizó en Balmaseda: abrieron boca con una paella a la vizcaína -Blanco se sirvió “dos platazos con abundantes tropezones”-, siguieron con merluza en salsa verde -“se zampó cuatro tajadas y rebañó la salsa”-, bermejuelas con picante y un chuletón de buey de medio kilo con pimientos. El ciclista royó el hueso del chuletón hasta dejarlo mondo y preguntó si podría comer otro más. Los comensales se rieron: “¡Cuidado, Vicente, no te vaya a hacer daño!”. Pero el Cojo atacó la segunda chuleta y no levantó la vista del plato: “¡Si estoy empezando!”. A los postres, cuando sacaron la fruta, la rechazó: “La fruta, pa los monos”. Satisfecho, se puso a liar un pitillo antes de tomar el café. De pronto, los camareros aparecieron con unas fuentes de loza rebosantes y el Cojo se quedó con la boca abierta. Se palpó el estómago hinchado, incapaz de acoger un bocado más, y balbuceó: “No hay derecho a esto, hombre... ¡Haber avisao que teníamos arroz con leche!”.

Autor: Ander Izagirre (abre en nueva ventana), periodista y escritor.