Departamento de Cultura y Política Lingüística

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Título: Los ojos vacíos
Autor: Fernando Aramburu Irigoyen

Editorial: Tusquets editores

Decisión del jurado

Los ojos vacíos. Sinopsis

El protagonista de este libro, que viene a contarnos su vida, nació en un país llamado Antíbula, y, ya viejo, continúa viviendo allí. El protagonista ni siquiera tiene nombre. Su madre no se lo puso, pues nació de una relación extraña, y su padre, el abuelo del protagonista, la obligó a mantener al bebé escondido durante siete años. El narrador sospecha que su padre es hijo del asesino del rey de Antíbula, pero, aunque en el momento en que empieza a escribir el libro han transcurrido muchos años desde el asesinato, no ha podido confirmar su sospecha.
Tampoco su madre recuerda el nombre del padre.
Cuando muere el rey, Antíbula queda bajo el mando de un dictador. Más dura que esa dictadura es sin embargo la que impone el abuelo del protagonista en su casa. Es el abuelo Cuiña quien manda sobre todos sus huéspedes, quien manda sobre su hija y también sobre los vecinos.
Ese niño crecido sin amor nos contará con absoluta frialdad los sucesos que marcaron su niñez. Todos son muy duros. No tanto a sus ojos, porque son los ojos del que no ha conocido otra cosa: los ojos de una persona que no ha aprendido a amar y se le ha endurecido el corazón; los ojos de una persona que ha aprendido a tomar lo que ocurre tal y como ocurre; los ojos de una persona que no sabe lo que son las lágrimas.

Los ojos vacíos. Fragmentos

• Al decir de mi pobre madre, que en paz descanse, mi padre fue uno de tantos extranjeros que en 1916 llegaron a Antíbula con el secreto encargo de matar al rey Carfán III. Hasta la fecha ningún historiador ha conseguido averiguar quien perpetró el atentado. De la pistola de mi padre, que yo sepa, no salió el disparo mortal. Tampoco se conoce a los instigadores del crimen. Algunos expertos en el tema coinciden en atribuir a las ambiciones anexionadoras de nuestros vecinos bladitas la razón del regicidio. Puede que estén en lo cierto, puede que no.

• En la margen derecha del río Intri, a la altura del último meandro antes de llegar a la desembocadura, se encuentra el barrio de Antíbula la Vieja, en una de cuyas calles, la de Mertán el Grande, regentaba mi abuelo Cuiña la hospedería donde yo nací. De entonces acá han transcurrido casi ochenta años. En ese tiempo -sé que pronto moriré, por eso me apresuro a recordar-, el edificio ha conservado su antigua apariencia. Numerosos trabajos de albañilería fueron modificando su interior. Sin embargo, la fachada sigue siendo la misma que yo conocí de niño, con su revoque rosado, su hilera de tres balcones en cada uno de los tres pisos y las ventanitas abuhardilladas del camaranchón. Uno de tantos gobiernos la declaró, allá por los años cincuenta, monumento de interés turístico. Me complace saber que la ley prohíbe retocarla, no digamos demolerla.

• En el proceso de un año, valiéndome de mi condición de bibliotecario, frecuenté varias veces por semana los polvorientos cuartos y dependencias del Archivo Nacional, vedados rigurosamente al público. Esto era por 1942, poco antes de que el ejército bladita, con la más que probable complicidad del gobierno nacionalsocialista alemán, invadiera nuestro país. En legajos comidos de polilla busqué con afanosa perserverancia algún documento que testimoniase la estadia fugaz de mi padre en Antíbula. Me alentaba la esperanza de averiguar su nombre y de paso, cualquier dato que esclareciese la suerte que le tocó correr tras su detención en la hospedería del abuelo Cuiña el 16 de agosto de 1916.

• Jamás, durante los siete años de mi reclusión, tuve un juguete, ni un compañero de juegos, ni unos malos lapiceros de colores con que entretenerme. Tuve, sí, mucho frío, en invierno sobre todo, cuando las sábanas heladas del tendedero se volvían pétreas al tacto y cuando de los sobradillos colgaban largos y puntiagudos carámbanos que eran como colmillos de hielo que les hubieran salido a las ventanas. Al decir de mi madre, nunca, mientras viví encerrado, contraje enfermedades, ni siquiera las ordinarias de la edad infantil, como el sarampión o la varicela, que me fueron contagiadas al poco de ser rescatado por la Flapia de mi prisión. Fui flaco y pálido, pero desenvuelto, correoso y nada llorón, y aunque pasaba mucho tiempo solo, no tenía noción ninguna de la soledad, de la melancolía ni del tedio.

• Los dos convinieron en que, para evitar males mayores, mi madre se acusara ante el Santo Oficio de la Virtud de haber raptado a su propio hijo. Mal aconsejada por la candidez, ella accedió a cargar sola con las responsabilidades que se derivasen de la ocultación de mi nacimiento. La persuadieron a que contara al tribunal eclesiástico encargado de juzgar el caso que nada más saberse encinta, la vergüenza y el temor la indujeron a guardar oculto su pecado; que parió una noche a escondidas, sin ayuda de nadie, y que durante siete años mantuvo al niño encerrado en la parte alta de la casa, hasta que la concinera de su padre lo descubrió por casualidad.

• Siempre que faltaba poco para que se acabase la provisión de carne fresca, el abuelo Cuiña sacaba del trastero su bastón de cerezo, una traílla y un bozal, y salía de la pensión rumbo al azoguejo de Blaitul, donde todos los días laborables, por la mañana, se reunían los mercaderes de perros. Había también recova y venta de lacticinios; pero al abuelo lo único que lo llevaba hasta allá era el propósito de traerse un perro vivo, destinado a la manutención de sus huéspedes.

• Ahí llega mi madre sola con su hatillo y sus alpargatas embarradas,, con su mirada que no es una mirada propia de seres humanos, sino de peces muertos, pobrecilla. Es a principios de 1925 y cómo llueve. Mientras le lavaba las greñas a la Branca de Verudo ha entrado en la celda la priora de las corazonianas, acompañada de dos monjas, a mandarle que se vaya. Ella, sin pedir explicaciones, ni alegre ni triste, ha juntado sus humildes pertenencias y ha recorrido a pie, bajo la lluvia intensa, los diez o doce kilómetros de camino hasta la hospedería.

• El temor a la cólera paterna inducía a mi madre a inventarse tareas en los raros remansos de su ajetreo diario. Por ella supe que más de una vez, para evitar que su padre le sentara la mano por holgazana, sacó de un armario unas cuantas sábanas limpias, planchadas y dobladas, y las lavó. Cosas así hacía la pobre.

• Mi madre despertó del estado abúlico en que se encontraba desde su regreso del Centro de Reformación Femenina al descubrir que durante su ausencia yo había estado recibiendo de la Flapia atenciones y mimos como sólo es posible que se prodiguen a un fruto de las propias entrañas. Prendió en ella el fuego de los celos, que yo atizaba sin darme cuenta con cada muestra mía de apego a la cocinera.

• Me acuerdo, como cualquier antibulés de mi tiempo, de aquel viernes, 19 de febrero de 1926, en que se produjo el famoso atentado contra el general Vistavino. Yo estaba en la Viverga, con pesadez de cabeza y picor en la garganta y en el paladar a consecuencia del humo que escapaba de la estufa.

• La noticia de que había traído una guña a casa se difundió rápidamente entre los huéspedes, algunos de los cuales, al atardecer, me colmaron de alabanzas en el comedor. La señora Flapia, viéndolos tan entusiasmados, convenció al abuelo Cuiña para que me permitiese ocupar un sitio a la mesa. Nunca hasta entonces se me había dispensado semejante honor. Y no sólo eso, sino que por decisión unánime de los circunstante me fueron servidos a mí los riñones asados de perro.

• Hoy, cerca del desenlace de mi vida, aún siento un atisbo de estupor cuando pienso que aquel ínterin trivial en el pueblecito de Aam nos brindó a mi madre y a mí, sin que nos diéramos cuenta de ello, la úultima oportunidad de eludir los respectivos futuros que hubimos de afrontar después durante largo tiempo. Con esto incurro seguramente en un razonamiento engañoso, pues si hemos de hacer caso a lo que dejó escrito en el prefacio de sus memorias el sabio historiador Jan de Muta, "el número de vicisitudes que configuran una biografía difiere de un individuo a otro, pero el resultado final de su suma es exactamente igual de trágico para todos".