Premios Gure Artea 2002



Azar y necesidad, educación y descanso

Gure Artea

Uno de los lugares comunes más extendidos en el arte contemporáneo señala su rapidez. En contraste con la sociedad preindustrial, de ritmo pausado y ciclos largos, la modernidad habría instaurado una conciencia nerviosa, una permanente huida hacia adelante que provoca la casi instantánea obsolescencia de las novedades en el terreno del arte y la cultura. Pero quizás, debajo de la superficie, no todo este ritmo de cambios resulta tan fulgurante, y se pueda rastrear la pausado cadencia de una lentitud. En 1965 Donald Judd podía exclamar, con indisimulada complacencia y con conciencia de asistir a una novedad que “ Más de la mitad de las nuevas obras, las mejores de los últimos años, no son ni pintura ni escultura”; y el crítico Douglas Crimp, quince años más tarde, repetía prácticamente lo mismo, también con cierta conciencia de estar asistiendo a una novedad:

“ Las obras más interesantes que se han realizado desde principios de los años setenta se han situado entre o al margen de las artes individuales y, en consecuencia, la integridad de los distintos medios —esas categorías cuyas esencias y límites son constitutivas del proyecto moderno mismo — se han disuelto en el sinsentido”. Las rabiosas novedades del arte —paradójicamente— seguían siéndolo muchos años después y al parecer, el ritmo profundo de la creación artística era más pausado de lo que parecía.

No sólo esa situación de hibridación anunciada hace cuarenta años es rigurosamente aplicable a la situación del arte actual y, por extensión, a la mayoría de las obras presentes en esta exposición, sino que, al margen de episodios puntuales, parece constituir un rasgo estable de la época. Una tercera cita, que escogemos entre centenares de otras semejantes, parece confirmar esta idea. En el catálogo de la muestra ’60-’80 Attitudes/Concepts/Images, el comisario Ad Petersen escribía: “Si existe un rasgo peculiar en el arte de estos últimos veinticinco años es el hecho de que ha traspasado los límites tradicionales y no ha parado de ampliar sus propias fronteras. Un artista puede elegir, según lo que quiera decir, la forma expresiva, el medio y el estilo que considere más apropiado para su proyecto. Fotografía, vídeo, música, performance, teatro y danza son posibilidades actualmente contempladas por los artistas visuales”. Parece escrito ahora, pero lo fue hace veinte años y refiriéndose al arte de veinte años atrás: cuarenta años, toda una vida. El mundo ha cambiado radicalmente en estos cuarenta años; el arte quizá menos y, en buena medida, lo que parecía una fulgurante expansión de terrenos conquistados, novedades que se solapan instantáneamente, efímeras burbujas, se ha convertido en algo que contemplamos hoy bajo el prisma de la prudencia y la desaceleración.

Me he referido a lo anterior porque muchas de las piezas que los espectadores podrán contemplar en esta edición de Gure Artea contienen referencias al arte de los últimos treinta o cuarenta años. En algunos casos se trata de verdaderas citas, en otros referencias de orden más general y en otros sólo un difuso aroma de Museo de arte contemporáneo, de Patrimonio Moderno. Esto es importante y en buena medida positivo: una vez desprestigiadas las mitologías de la rapidez, la instantánea epifanía de lo joven, también el mito de la creatividad está siendo desalojado hacia sectores como la moda o el diseño, mientras la religión del experimentalismo pierde adeptos día a día. El arte parece asentarse pausadamente en su dinámica lineal —el mito del avance, del progreso— mientras se instala el sentido de una exploración en vertical que profundiza en el patrimonio de lo moderno.

Entrando en el terreno particular de las piezas seleccionadas para el certamen, hay al menos tres cuestiones que merecen ser resaltadas. En primer lugar, se aprecia un fuerte ascenso de las obras que reflejan la actualidad política o al menos se sitúan en una apertura hacia lo político. Después de la etapa en la que los artistas vascos, a comienzos de los ochenta, se alejaron de la realidad próxima para ejercer el cosmopolitismo estilístico de la libertad recién recobrada, enunciado en forma de expresionismo gestual; o de otros tantos años en los que han predominado las poéticas de la intimidad, en una forma de anti-cosmopolitismo que consideraba el individuo como única realidad política, enunciado en forma de expresionismo intimista; llegamos hasta la situación actual, a comienzos del nuevo siglo, en la que muchos artistas orientan su interés por la actualidad próxima y por ejercer una conciencia de civilidad. Y en esta relación entre lo social y lo subjetivo, los papeles se han ido repartiendo con cierta claridad en los últimos años: los partidarios de un arte dirigido a confrontarse con lo real, en una perspectiva pedagógica, se orientan preferentemente hacia la fotografía y el vídeo; los seguidores de una expresión más ligada a la esfera de lo privado, en el terreno de una relajación, tienden a privilegiar los dispositivos manuales de la pintura y la escultura. Ni que decir tiene que esta delimitación de campos es genérica y las excepciones surgen por todas las esquinas.

Esta vuelta a lo político es una tendencia de carácter general. Uno de los debates centrales —por no decir el más importante — en el ámbito de la cultura contemporánea, se está desarrollando en torno a la dialéctica local/global y la relación de redes que se establecen entre estos ámbitos: la aportación de la cultura ligada a un entorno particular en el interior de un ente global concebido como adición, pero también la idea de redefinir lo regional como un ingrediente a defender en su especificidad, en su condición de especie amenazada por la uniformidad de la “pantalla total”. Así pues, ciertos trabajos replantean el significado y el funcionamiento del arte desde una territorialidad que indaga la pertenencia a un lugar y una cultura.

Si una de las características de lo contemporáneo es su identidad cambiante, también la tan traída y llevada identidad local ha perdido buena parte de su sentido inmovilista y el carácter estrecho de lo autóctono, para insertarse en una nueva red de complejidades que consideran lo regional no desde una perspectiva de introspección y, en el peor de los casos, de autocomplacencia, sino como modelo desarrollable de una globalidad.

Como era previsible, en los trabajos seleccionados para la exposición Gure Artea 2002, quedan en franca minoría los que han sido elaborados a través de la manualidad de la pintura o la escultura, mientras predomina el empleo de la fotografía, vídeo o piezas en la web. La imagen elaborada electrónicamente más que los productos de una relación no mediática con la realidad. Pero aún los ejemplos de imagen digital, y a tenor de la corriente más favorecida en la escena internacional —marcada por el predominio del contenido, la información y la documentación— parecen deber más su presencia a lo que cuentan que a la forma en que lo hacen.

Imperio de la semántica, el arte actual parece querer intervenir en los debates políticos y culturales de la contemporaneidad a través de una hibridación que ya no se realiza entre los géneros del arte, sino entre el arte y todos los mecanismos de información y conocimiento. Por otra parte, situada en esa lógica de lo global y lo regional, la presente exposición denota una incidencia de las diferentes disciplinas equiparable a cualquier muestra internacional realizada en los últimos dos o tres años. Posiblemente el hecho de que se trate de piezas enviadas a un concurso explique la abundancia de objetos y la escasez de instalaciones y piezas de índole comportamental.

De cualquier forma, predominan las muestras de arte eminentemente urbano, móvil, más atento a la traducción de estímulos dispares que a la construcción de una línea de actuación precisa. La cultura visual del cine y la televisión, el fenómeno de las tendencias, con su amalgama de consumo, publicidad, moda o diseño, tecnología digital, internet, música juvenil y drogas, inducen el trabajo de estos artistas y lo hacen generalmente— en combinación con la cultura artística de las ultimas décadas. Artistas móviles también, la mayoría de los seleccionados para la exposición viven o han vivido alguna temporada en Europa o los EE. UU. a través de becas de todo tipo, el programa universitario Erasmus o por iniciativa personal. La media de edad ronda los treinta años. Cuarenta tiene el mayor de los seleccionados y veinticinco la menor. Ocho provienen de Gipuzkoa y otros tantos de Bizkaia; dos de Álava y otros dos de Nafarroa. Excepto cuatro, todos han pasado por las aulas de la Facultad de Bellas Artes de Leioa.

Francisco Javier San Martín