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Título: Pobeñes
Autor: Miguel González San Martín

Editorial: Bassarai

Decisión del jurado

Pobeñes. Sinopsis

Es Pobeña el lazo que une estos veinte cuentos. En el libro aparecen la historia y las historias de Pobeña; en él aparece gente original de Pobeña, y gente corriente de Pobeña. Es de Pobeña aquel actor que fue lejos en busca de éxito, y también aquel hombre que de repente, recogiendo los datos de todos los habitantes de Pobeña, decidió convertirse en escritor. Es de Pobeña el joven que se enamora de todas las forasteras que vienen a pasar el verano a Pobeña. También lo es el alumno que, enamorado de la señorita Clara, le ofrece el regalo que menos le conviene. Y aquél que, como no le parece justo el castigo impuesto por otra profesora, subirá al campanario para quedarse allí.

Presentes y pasados. Ambos tienen cabida en estos cuentos. Porque en ellos se mezclan historias ya pasadas con otras más cercanas. Como se mezclan historias que parecen ser verdaderas con otras que no lo pueden ser.

Pobeña une todas las voces de Pobeñeses. Pero esas voces podrían ser de cualquier otro lugar, si el narrador hubiera mirado a cualquier otro lugar y a otros vecinos. Pero eligió Pobeña. Por algo será. Según ha confesado el propio autor, si le dijeran que llega el fin del mundo, se sentaría allí, y allí esperaría. Por algo será.

Pobeñes. Fragmentos

• -Al fin comprendí mi error -dijo-. No necesitaba contar las cosas como son si podía contarlas como me pareciera.
Los demás lo miraron compasivamente, sin entender la amenaza que encerraban aquellas palabaras. Yo, en cambio, comprendí de inmediato que Ducati había decidido pasarse a la literatura. Entonces sentí un resorte en mi interior, apreté las mandíbulas, miré con fijeza sus ojos bobalicones y pensé con absoluta frialdad: "La guerra no ha hecho más que empezar, Ducati. Te vas a enterar de cuántos escritores caben en este pueblo".

•En los pueblos pequeños hay que tener cuidado con salirse de la rutina y quien toma un camino poco habitual sabe que corre algunos riesgos. Ha de hacerse perdonar su atrevimiento, sortear a los partidarios del empate por el mismo rasero y confiar en la suerte, porque en ninguna parte encontrará un jurado tan implacable como el formado por sus vecinos que jamás lo intentaron. Es más fácil, por otra parte, admitir el mérito de un desconocido, porque no se le recuerdan torpezas. José Pedro Calleja sabía muy bien que el camino del reconocimiento en un pueblo pasa por el resto del mundo, y por eso cada vez que volvía de Madrid visitaba la redacción del periódico.

• En los pueblos pequeños existe la mala costumbre de poner motes a los débiles, de modo que, en cuanto la actitud de Emilio fue tan reincidente y obsesiva que se superpuso a la imagen que hasta entonces teníamos de él, comenzaron a surgir los apodos, de un modo pretendidamente cariñoso: Emilio el del Planing, el de la Escollera, el Ingeniero. A él no parecía molestarle, debió de pensar que le singularizaban. Después de lo que pasó , quedó definitivamente como Emilio Winston Eguna.

• La señorita Clara era distinta de las demás. Sonreía siempre, mirara a las personas o a las cosas. Era siempre igual, no como la señorita Dulce, que era más veleta y tan pronto venía de buenas como nos gritaba por cualquier cosa, y llevaba una bata muy ceñida y no tenía cuidado con las piernas, de manera que muchos presumían de haberle visto las bragas mientras fingían recoger del suelo un lapicero.

•A doña Isabel se le habían pasado los veinte años siguientes a su boda sin darse cuenta. Sólo pasaba el tiempo, tras los cristales de la ventana. Don Mateo no se molestaba en cultivar relaciones sociales, harto de que se murmurara a su costa o le dieran piadosos consejos. Cuando estaba en el pueblo se juntaba con lugareños para jugar al mus, ir de caza o de pesca. Así que doña Isabel acabó deseando tanto como su marido la llegada de la primavera. Cuando conoció al propagandista, que era un hombre joven, con barba, mirada firme y gesto imponente -Perezagua conseguía que Unamuno cambiara de acera para evitar reprimendas-, sintió con sopresa que recuperaba las ilusiones de su primera juventud, que creía olvidadas.

• A mí me parece que Gato García nunca llegó a comprender que la maestra nos zurraba por nuestro bien. Sólo así se explica que lo tomara tan a la tremenda, porque blando no era: hay que tener coraje para hacer lo que hizo, subirse al campanario y quedarse allí días y días.

• -Has tenido familia, Julio.
-¿Qué ha sido?- preguntó el soldado con impaciencia.
-Otro chico. Lo bautizamos mañana domingo, que no es cosa de dejar el sacramento para cuando bajes del monte, si bajas.
-Quiero que se llame Lucio.
-Como Séneca.
-Igual que un amigo navarro que me mataron.
-A ver si sale al que digo yo, que era un gran sabio.
-Mejor que salga al navarro, que era bueno y alegre.

• Mi tío me enseñó que un buen relato suele venir precedido de cierto aroma, una tonalidad de la luz o esa musiquilla que ayudan al narrador a recuperar la impresión que le causaron las cosas por primera vez. Entonces, cuando por la circunstancia que fuere mi tío cogía el hilo de una buena historia, yo escuchaba como tierra fértil bajo la lluvia. El día en que me habló de Estambul fue uno de los más inspirados, así que nada tiene de extraño que me acordara de él en la posada de Pierre Loti, sobre el Cuero de Oro, que recordara con detalle el modo en que accedieron al lugar los primeros otomanos, poniendo ruedas a los barcos y arrastrándolos por la colina. Pero en seguida, sin que acertara a saber la razón, porque todo estaba en el lugar previsto -tal vez precisamente por eso, he llegado a pensar más tarde- me fue invadiendo un mal presentimiento.

• Lo vimos venir caminando por la playa, largo y torcido por el viento, con la caja de herramientas sirviéndole de contrapeso. Apareció como un enviado, justo cuando los miembros de la comisión estaban a punto de tirarlo todo por la borda: se habían pasado la tarde discutiendo con Mauricio Galán, a quien se le había metido en la cabeza, a última hora, dejar el papel de rey negro que venía interpretando con general aceptación durante veinte años.

• No tiene nada de extraño que me enamorara de Mireille, porque desde siempre me había sentido atraído por las forasteras. Entre mis viejos amores se contaban la hija de un guardia civil y dos primas lejanas que vinieron a una boda, así como todas las veraneantes que fueron pasando por el pueblo a lo largo de aquellos años. Seguramente su propia condición de forasteras, ajenas a la vida corriente del pueblo, las convertía en seres misteriosos, tan atractivas por sí mismas como por el mundo que les imaginaba. A veces, aún hoy, cuando me cruzo en la ciudad con alguna de ellas, siguen gozando de una parte del prestigio que tuvieron a mis ojos.

• Así quedó la historia del desembarco de H. en Pobeña. Aunque inicialmente los dos amigos la mantuvieron en secreto, luego hicieron alguna confidencia y finalmente fue pasando de padres a hijos. Por eso, aunque callan, a los pobeñeses se les pone en los ojos un chispazo malicioso cuando ven en el cine o en la televisión cómo se cuenta la historia.

• Que yo recuerde, el único de entre nosotros que estaba a favor de Mendoza era Pedro Luis, un chico con cara de viejo y una cicatriz en la mejilla. Pedro Luis a los pequeños nos hacía sufrir cuanto podía, nos tenía verdaderamente aterrorizados. También le tenían prevención muchos mayores porque era capaz de cualquier cosa, echaba mano de un palo, de un hierro y, en ocasiones, llegaba a sacar la navaja. A mí me daba miedo incluso su risa, la malignidad que se le ponía en sus ojos pequeños, la cínica mueca de su boca. Todos pensábamos que iba a a terminar mal. Pues bien, mientras el practicante del pueblo taponaba con algodón la nariz del Indio, Pedro Luis se reía.

• Echaron a correr en cuanto se recuperaron de la sorpresa. Martín lo hacía más de prisa que sus compañeros porque era el más joven. Deseaba ayudar, pero temía lo que pudiera encontrarse. Nunca le había tocado hasta entonces socorrer a un herido grave, ver a un muerto. Sin embargo el piloto se removió en la cabina.

• Salvé el pellejo gracias al carnet de conducir. Fui voluntario, pero, en cuanto tuve ocasión, pedí destino de chófer. En toda la guerra sólo me tocó avanzar en dos ocasiones, en Ochandiano y en el Ebro, y en ambas la misma historia, a los pocos kilómetros tuvimos que salir zumbando, aunque yo en camión. Ya sé que no es lo más heroico, pero otros se quedaron en casa cuando íbamos de retirada.

• Veinte años llevaba esperando ese día, y allí estaba ahora Ascensión Murugarren, mano sobre mano, sin atreverse siquiera a abrir los postigos. Hasta la ventana llegaban las voces de los pobeñeses que hablaban de un barco y una ermita blanca. Ascensión Murugarren era de la opinión de que hay que pagar un precio por la realización de los deseos y ahora temía que no fuera suficiente pago aquel tiempo de espera. No acababa de hacerse a la idea.

• Patricio Gómez Narbaiza se quitó el mismo día del fútbol y de la música. Era un aficionado tan impresionable que no le sentaban bien las comidas en los domingos de invierno, se le metían los nervios en el estómago al pensar que por la tarde jugaba la Juventud Deportiva Somorrostro. Comía temprando, a la hora de los futbolistas, y estaba ya con el café cuando los demás aún tomaban chiquitos.

• Dicen algunos pobeñeses que, en ciertas noches de luna, han visto el fantasma de Donato Izurieta contando onzas de oro por los covarones, saltando por las peñas hasta encontrar escondrijo, empuñando una pistola antigua para defenderse de los carlistas que quieren arrebatarle la bolsa cosida al cinto.

• Juan Gárate fue mi amigo desde la infancia, y especialmente en la primera juventud, cuando nos parece imprescindible contar con un depositario de nuestras confidencias, a quien pedir consejo, por quien estaríamos dispuestos a los mayores sacrificios si estuviera en dificultades. Yo tenía suficente edad como para saber que el tiempo suele desgastar esa hermosa visión de la amistad, hasta el punto de que nos encontramos irremediablemente ingenuos al recordar lo divertidos que una vez nos parecieron esos tipos tristes con los que a veces nos encontramos, por los que hemos perdido todo interés. Dejamos de verlos durante un tiempo y, al encontrarlos de nuevo, descubrimos con asombro que no nos importan gran cosa, que nos aburre lo que dicen, y nos preguntamos si fueron siempre así o si habrán cambiado tanto como seguramente también nosotros lo hemos hecho.