INDURAIN VUELA DE SAN SEBASTIÁN A PAMPLONA

autoría: Ander Izagirre, 

Miguel Indurain bordeaba la bahía de La Concha a 55 km/h, vestido con el maillot amarillo, acoplado con su bicicleta de contrarreloj. Era la imagen soñada, el mejor regalo que podía traer el Tour a la afición vasca: el lanzamiento de su ídolo desde la rampa de Alderdi Eder a por la segunda victoria en la vuelta francesa. Indurain voló, se alejó tierra adentro, recorrió una larga avenida, giró, volvió por la misma avenida, cruzó de nuevo La Concha como un misil y atravesó el centro de San Sebastián dejando una estela amarilla entre el rugido de decenas de miles de aficionados. En aquel prólogo del Tour de 1992, de ocho kilómetros, Indurain fue el último ciclista que cruzó la meta y el que marcó el mejor tiempo: 9’22”, a 51,246 km/h de media. 

            Ganó por un suspiro a especialistas como Zülle, Marie o Nijdam. A sus rivales más peligrosos les dio ya un primer golpe moral: Bugno perdió 12”; Lemond y Breukink, 14”; Chiappucci, 30”… En el podio, aclamado por la muchedumbre, Indurain resplandecía de amarillo como una divinidad solar encumbrada en lo alto de una pirámide. Lo mejor es que él nunca se tomaba muy en serio nuestras veneraciones. Mientras los periodistas internacionales le dedicaban apodos como quien esparce incienso (Miguelón, el Extraterrestre, el Gigante Navarro, Le Roi Miguel, Big Mig), su máxima expresión de orgullo después de una proeza se limitaba a esta frase:

            -Hemos estado ahí.

La pirámide

            La base de esa pirámide se construyó en los años 80. La televisión retransmitió por primera vez en directo la Vuelta a España de 1983, una edición legendaria con los jóvenes Marino Lejarreta, Julián Gorospe y Alberto Fernández subiéndose a las barbas del todopoderoso Bernard Hinault, que pasó mil apuros y ganó con una cabalgada por la sierra de Ávila.

            Ese mismo año, el equipo navarro Reynolds se presentó como una cuadrilla de novatos en el Tour y casi dio la campanada: Arroyo ganó la cronoescalada al Puy de Dôme y terminó segundo en el podio de París, Delgado ofreció exhibiciones en la montaña y rozó el maillot amarillo hasta que agarró una pájara descomunal. En este equipo sin complejos debutó Indurain, en 1985. Quedó segundo en el prólogo de la Vuelta a España y dos días más tarde se vistió el maillot amarillo: con 20 años, fue el líder más joven de la historia de la Vuelta. El navarro apareció en un momento de eclosión.

            Las hazañas de la nueva generación ciclista y las retransmisiones televisadas atrajeron a muchos patrocinadores. En el País Vasco aumentaron los equipos, se multiplicaron los presupuestos, mejoraron los medios. Escuadras legendarias como Fagor y Kas volvieron al pelotón con proyectos ambiciosos; surgieron otras como Orbea, BH o Zahor; Reynolds nació en Irurtzun y llegó de amarillo a París por primera vez con Delgado en 1988. En las categorías inferiores competían más chavales que nunca, el calendario profesional estaba repleto de carreras (Vuelta al País Vasco, Euskal Bizikleta, Clásica de San Sebastián, Subida a Urkiola, Circuito de Getxo, Clásica de Ordizia, Clásica de Primavera de Amorebieta, Gran Premio de Estella…) y los aficionados se agolpaban tanto para ver las carreras locales como para acampar en los Pirineos a la espera del Tour.

            De esa base tan amplia fueron creciendo, como escalones superiores de la pirámide, ciclistas de primer nivel internacional. Las principales figuras vascas de los años 80 se apuntaron su etapa del Tour: la victoria angustiosa de Pello Ruiz Cabestany (Orbea) con el pelotón pisándole los talones en 1986; la galopada de Julián Gorospe (Reynolds) a través de cuatro puertos ese mismo año; el triunfo fabuloso de Fede Etxabe en Alpe d’Huez en 1987, tras desperdigar por el camino a sus veinte compañeros de fuga; el ataque victorioso de Lejarreta desde el grupo de los favoritos en la subida a Causse Noir en 1990… Ese día el segundo fue precisamente Miguel Indurain, que el año anterior ya había ganado una etapa pirenaica en Cauterets y enseguida se llevaría otra en Luz Ardiden. Los triunfos en la alta montaña del villavés, a quien solo se consideraba un contrarrelojista, eran anuncios cada vez más poderosos del advenimiento de su época.

            El 19 de julio de 1991, Greg Lemond atacó a mitad del Tourmalet. Indurain, impasible y constante, marcó un ritmo fuerte en el pequeño grupo de los favoritos y lo mantuvo kilómetro tras kilómetro, hasta que atrapó al estadounidense triple ganador del Tour. En la última curva, Lemond cedió unos metros. No parecía grave, porque ya estaban coronando el puerto y podría recuperar enseguida la desventaja, pero en ese momento cuajó toda la experiencia que había acumulado Indurain en el Tour desde 1985. Sabía que un ciclista fundido es un ciclista sin reflejos, así que metió plato grande, se levantó sobre el sillín y se lanzó esprintando cuesta abajo, a ochenta, noventa, cien por hora, volando en las rectas y trazando las curvas al milímetro. Indurain sabía escalar con paciencia un puerto fuera de categoría, sabía esperar y observar, sabía reconocer el momento exacto en que algo se rompía dentro de un rival, sabía cómo llevar a ese rival hasta el límite del sufrimiento para después remacharlo. Conocía de memoria las curvas del Tourmalet. Se quedó solo y voló a por su primer Tour. Al final del descenso, su director José Miguel Echávarri le ordenó esperar a Chiappucci, que venía cerca de él, y juntos recorrieron el resto de la etapa a través del Aspin y la subida final a Val Louron. Ampliaron las distancias con sus perseguidores: Bugno llegó a minuto y medio, Fignon a tres minutos, Mottet a cuatro, Lemond a siete, Delgado a catorce… A doscientos metros de la meta, Indurain hizo un gesto con el brazo para indicar a Chiappucci que pasase. El italiano ganó la etapa reina y el navarro se vistió el maillot amarillo hasta París.

            Así se presentó en San Sebastián, en la salida del Tour de 1992, vestido de amarillo en lo alto de la pirámide.

            -No soy superior a nadie -dijo tras ganar el prólogo y renovar el liderato-. Pero ahora yo voy por delante y los demás me tendrán que atacar.

            Le atacaron inmediatamente.

La zapatilla de Zülle

            Manolo Saiz, director de la ONCE, aún rumiaba la frustración del día anterior. Venía al Tour con la bajas de sus tres ciclistas más fuertes: Laurent Jalabert, Melchor Mauri y Marino Lejarreta, quien había sufrido una caída muy grave en la Clásica de Amorebieta, al lado de su casa. Saiz creyó que una victoria del joven Zülle en el prólogo de San Sebastián y el consiguiente maillot amarillo podrían salvar el Tour para la ONCE, pero el suizo se quedó a dos segundos.

            -Cuidábamos mucho los prólogos, analizábamos el viento y la temperatura para elegir el horario de salida de nuestros ciclistas y las ruedas más adecuadas, Etxeondo nos preparaba unos buzos aerodinámicos especiales… Luego llegaba Indurain y nos ganaba por un par de segundos -cuenta Saiz, con media sonrisa.

            Saiz trabajaba mucho la estrategia, aprovechaba cualquier oportunidad para dar la sorpresa. En el inicio de la primera etapa del Tour de 1992 se subía el alto de Orio, una tachuela de kilómetro y medio, y se bajaba a Zarautz, donde había una meta volante con segundos de bonificación y puntos para el maillot verde. Antes de empezar la etapa, Saiz habló con Mario Cipollini.

            -Cipollini era el capo de los esprínters, su equipo era el que tiraba o no tiraba para perseguir a los escapados. Le dije: “Mira, Mario, Zülle va a atacar en este repecho de Orio para coger la bonificación en Zarautz. Te pido que no tiréis a por él. Y te pido también otro favor: no creo que Indurain se meta a esprintar por la bonificación del segundo puesto, pero si puedes pasar tú segundo, por si acaso…”.

             Zülle sumó seis segundos, se puso líder virtual... y a mitad de etapa se descolgó del pelotón.

            -Le empezó a dar problemas una zapatilla -cuenta Saiz-. Se descolgó, no teníamos otras de repuesto, al final tuvo que darle una sobre la marcha su compañero Xabier Aldanondo y nos tocó perseguir al pelotón antes de Jaizkibel. En la subida hubo batalla entre los favoritos, Zülle se quedó, volvimos a perseguir para entrar en la cabeza, luego para cazar a tres fugados que llevaban un minuto… Menudo calvario.

            En Jaizkibel atacó Chioccioli y le siguieron solo ocho ciclistas: Chiappucci, Bugno, Indurain, Breukink, Hampsten, Leblanc, Roche y Lelli. No estaban Lemond, Fignon, Mottet ni Delgado, los dominadores de los 80. El relevo generacional era evidente. Al final se reagruparon todos, Dominique Arnould ganó con un ataque de última hora en la meta de la Zurriola y Zülle consiguió el maillot amarillo.

La aventura de Murguialday

            Otra estrella incipiente de los años 90 atacó en el principio de la siguiente etapa, la larguísima San Sebastián-Pau. Era un chaval francés de 22 años, reclutado cuatro días antes de la salida del Tour para suplir una baja, de nombre Richard Virenque. Se escapó en la subida a Aritxulegi, a 230 kilómetros de meta. Camino del Baztán, se le juntaron otros dos ciclistas: su compañero de equipo Dante Rezze y el alavés Javier Murguialday. Subieron Izpegi y pasaron por Baigorri con 22 minutos de ventaja. Tras el durísimo Marie-Blanque, con Rezze ya descolgado, Virenque y Murguialday cerraron un pacto: liderato para el francés, victoria para el alavés, que así seguía la tradición de los ciclistas vascos que ganaban etapas del Tour por tierras vascas, como Nazabal en Vitoria y Lasa en Biarritz.

            Indurain saltó al ataque en el Marie-Blanque con Chiappucci, Bugno y Mottet, ganó unos segundos en Pau sobre los demás favoritos y salió de aquellas tres etapas vascas catapultado hacia sus cinco Tours consecutivos. Unos días más tarde ofreció la exhibición más arrolladora en la especialidad que dominó sin fisuras durante un lustro. En la contrarreloj de Luxemburgo, de 65 kilómetros, sacó diferencias estratosféricas a sus rivales: le metió 3’41” a Bugno, que había renunciado al Giro para asaltar el Tour y que después de este golpe no volvió a levantar cabeza (“en el pelotón somos 179 corredores y un extraterrestre”, dijo aquel día); más de cuatro minutos a Lemond, Roche y Zülle; cinco minutos a Delgado; cinco y medio a Chiappucci. Indurain dobló a tres ciclistas durante el recorrido, el último de ellos Fignon, que había salido seis minutos antes y no se lo podía creer: “Me ha pasado un misil”.

            En este Tour, Indurain resistió también el ataque más brutal en montaña, el único que le hizo tambalearse en cinco años. Chiappucci se fugó en los Alpes con doscientos kilómetros y cinco puertos por delante, llegó a la meta de Sestrieres convertido en un guiñapo, después de hacerse sus necesidades encima, cubierto de mocos y babas, y en el hotel le inyectaron un gotero de suero para que se recuperara. Pero obligó a que Indurain pedaleara durante horas al borde de sus fuerzas y le hizo sufrir un desfallecimiento muy peligroso. El navarro se fundió, y si solo cedió 1’45” fue porque la pájara le sobrevino en los últimos dos kilómetros. Si las reservas se le hubieran agotado un poco antes, el Diablo Chiappucci habría cambiado la historia del Tour.

            “Sin tu imponente presencia, sé que yo nunca habría alcanzado mi mejor nivel”, le escribió Chiappucci a Indurain en su carta de despedida, en 1997. “A mí me admiraron por mis grandes escapadas, pero no las hubiera emprendido jamás si tú no me hubieras obligado. Para tener una mínima posibilidad de desestabilizarte no había mil métodos: hacía falta atacarte desde muy lejos. Por eso lo hice y le tomé gusto a esa manera de correr. Así fue como me gané el corazón de los aficionados, gracias a ti, mi rival, el mejor de mis rivales”.

            Indurain dominó también los Tours del 93, 94 y 95 con la misma fórmula. Destrozaba a su rivales en las largas cronos de esa época, subía las montañas con los mejores escaladores, a veces más rápido que ellos, y renunciaba a disputar los triunfos de etapa para que sus rivales quedaran conformes con esos premios de consolación. Cuando alguien intentaba estropearle la fórmula, como el equipo ONCE con sus ataques en tromba y las escapadas lejanas de Zülle en el 95, Indurain también respondía con sorpresas: arrancó desde el pelotón en las cotas de Lieja, desarboló a todos sus adversarios, les sacó un minuto y sobre todo les comió la moral. Al día siguiente amplió las diferencias batiendo en una contrarreloj a los mejores especialistas (Riis, Berzin, Rominger...); y al siguiente trituró a los mejores escaladores (Pantani, Virenque, Tonkov, Chiappucci…) en la subida a La Plagne. Una vez salvado el espectacular ataque colectivo de la ONCE camino de Mende, se dedicó a vigilar las ruedas de sus adversarios y a dejar que se repartieran las etapas. Paz para todos, cinco Tours para Indurain.

Despedida en Pamplona

            En la primera mitad de 1996, el navarro ganó la Vuelta al Alentejo, la Vuelta a Asturias, la Euskal Bizikleta y la Dauphiné Libéré, así que llegó en un estado de forma aparentemente espléndido para la conquista de lo imposible: la sexta victoria en el Tour, el Santo Grial del ciclismo, el empeño en el que habían caído todos los pentacampeones (Anquetil, Merckx, Hinault). Ese camino a la gloria pasaba, además, por la mismísima puerta de su casa. El Tour preparó la última etapa de montaña con final en Pamplona. Y se convirtió en una trampa cruel.

            Indurain llegó derrotado a esa jornada. Se había hundido en los Alpes, en una jornada de fríos, lluvias y repentinos calores, deshidratado, desfondado, sepultado por una avalancha de cuatro minutos en cuatro kilómetros en Les Arcs. Intentó darle la vuelta en las cronos y en las montañas, pero se vio que no había sido simplemente un mal día: tenía siempre a cuatro, seis, ocho corredores por delante. La etapa entre Argelès-Gazost y Pamplona era una brutalidad de 262 kilómetros con cuatro puertos terribles en su primera parte (Aubisque, Marie-Blanque, Soudet y Larrau), cuatro colmillos que  trituraron a Indurain, y luego un vía crucis de cien kilómetros por los valles pirenaicos de Navarra. Descolgado en Larrau, perdió ocho minutos en Pamplona.

            El homenaje siguió siendo un homenaje. No al ganador de un sexto Tour, pero sí a un ciclista que se ganó a la gente por su sencillez y su elegancia tanto como por su ristra de cinco victorias. Indurain cruzó media Navarra por un pasillo de espectadores que le aplaudían emocionados. Al paso por Villava, por su pueblo, se giró para saludar sonriente a sus padres y a su mujer, que llevaba en brazos a su hijo Miguel. Y en Pamplona le pidieron que subiera al podio. El maillot amarillo Bjarne Riis le entregó un ramo de flores y le alzó el brazo al aire, Indurain saludó con un poco de apuro, lanzó las flores al público y se marchó enseguida.

Autor: Ander Izagirre