Loroño se agacha para alcanzar la cumbre
autoría: Ander Izagirre,
Jesús Loroño oyó el repiqueteo de una campanilla y vio que la barrera del tren bajaba. Se fugó del pelotón, se agachó bajo la barrera en el último momento y siguió hacia las primeras rampas del Aubisque. Por delante tenía a tres corredores: Drei, Huber y Darrigade, con tres minutos de ventaja. Por detrás, el pelotón tuvo que esperar al paso del tren.
La barrera fue una suerte para Loroño pero también una recompensa a su inquietud: circulaba en la cabeza del pelotón, alerta ante cualquier movimiento, dispuesto a lanzarse al ataque en el Aubisque porque estaba convencido de que era su día.
Su día (el 13 de julio de 1953, la etapa Pau-Cauterets) para salir del anonimato internacional.
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Será muy bueno en las montañitas vascas, decían de Loroño, habrá ganado la subida a Arantzazu y la de Arrate, también la del Naranco en Asturias, pero lo sacas de su caserío de Larrabetzu y encoge. Hace unos años quedó décimo en la Vuelta a España, sí, pero con una participación floja y a una hora del primero. En 1953, cuando el seleccionador español Mariano Cañardo le anunció que lo llevaría al Giro de Italia, Loroño le respondió que no quería. Adónde iba con esas montañas terribles, justo la primera vez que se subía el Stelvio, con esas figuras, Coppi, Bartali, Koblet: no iba a ninguna parte. Cañardo le amenazó con no convocarle nunca más para ninguna prueba internacional, así que Loroño completó el Giro con dignidad, lo terminó en el puesto 43, pero su nombre no apareció en ninguna crónica. Al menos se ganó un puesto para debutar en el Tour de Francia. Loroño no era un crío, ya tenía 27 años. Y el seleccionador Cañardo le dejó claro su papel: el equipo español tendría cuatro líderes, Gelabert, Masip, Serra y Trobat, y seis gregarios que deberían darles sus ruedas en caso de pinchazo, pararse a a coger agua para ellos en las fuentes y esperarles si se rezagaban. Loroño se veía fuerte y pidió libertad en algunas etapas de montaña. “Ni hablar”, le dijo Cañardo, “tú has venido al Tour a ayudar”.
Loroño hizo de gregario en las primeras nueve etapas y llegó a los Pirineos en la penúltima posición de la general. Sus sacrificios tampoco habían servido de mucho, los líderes del equipo español acumulaban un retraso enorme, así que en la salida de Pau tenía clarísimo que le había llegado su turno: una etapa corta, de apenas 103 kilómetros, con la subida al Aubisque, el escalón del Soulor y la llegada en alto en Cauterets, ideal para él. Por eso pedaleaba en cabeza en los primeros kilómetros, por eso vio cómo bajaba la barrera del tren, por eso salió disparado para colarse y dejar plantado al pelotón.
Loroño abrió hueco gracias a la picaresca, pero ese día volaba. Las fotos del Aubisque lo muestran volcado sobre la rueda delantera con una mueca de agresividad y sufrimiento, la mandíbula feroz, la nariz una proa, la gorra ladeada, los tubulares enrollados a la espalda, algún bocado asomando por los bolsillos del pecho y dos botellines metálicos con tapón de corcho fijados en el manillar. Era un ciclista alto, contra la tradición de los escaladores como pulgas que subían a saltos por las cuestas de grava. Loroño escalaba con potencia, movía desarrollo. Enseguida rebasó a los fugados. Al paso por Eaux-Bonnes, donde empiezan las rampas más duras, llevaba dos minutos y medio al pelotón. Allí atacó el suizo Hugo Koblet, ganador de Giro y Tour, máximo candidato para vestirse otra vez de amarillo en París, con una furia que desconcertó a sus rivales. “Salió como un cohete, nos quedamos asombrados”, dijo el italiano Gino Bartali, “fue un ataque suicida”. Al principio Koblet le recortó algo de ventaja a Loroño pero fue incapaz de mantener el ritmo. El vasco cruzó el Aubisque en primera posición, con cinco minutos y medio sobre Koblet y seis minutos sobre un pequeño grupo de favoritos. Koblet, desfondado en el Soulor, descolgado por sus rivales, se lanzó cuesta abajo para recuperar terreno. Derrapó en una curva, chocó contra un pilón y se despeñó por un barranco. Lo trasladaron al hospital con la cabeza vendada como la de una momia.

Loroño mantuvo la ventaja en el valle y la subida suave hasta Cauterets, contra la constelación de estrellas que lo perseguía: Robic, Astrua, Bobet, Bartali… Ganó con seis minutos. Cañardo lo abrazó en meta: “Nos has salvado, Jesús”. Y los diarios franceses hablaron de Loroño, la sorpresa del Aubisque. Pero él no se conformó: en la siguiente etapa cruzó entre los primeros el Tourmalet, el Aspin y el Peyresourde, para sumar puntos en el premio de la montaña. El rey de esa clasificación era Jean Robic, el diminuto escalador bretón que al pasar en cabeza por el Tourmalet recogió un bidón cargado de plomo para bajar tan rápido como sus rivales más corpulentos. Y bajó, bajó tan veloz que se cayó dos veces porque no podía controlar una bici tan pesada. Aun así, también coronó en cabeza los dos siguientes puertos, ganó la etapa en Luchon y se puso líder. Pero un par de días más tarde volvió a caerse en un descenso, perdió 38 minutos y acabó retirándose con el cuerpo destrozado por los golpes. Robic, ganador del Tour de 1947, llevaba un anillo con la inscripción bretona Kenbeo kenmaro, “a vida o muerte”. A lo largo de su carrera se fracturó la muñeca izquierda, las dos manos, la nariz, la clavícula izquierda, el omoplato derecho, el fémur; se abrió una ceja y sufrió el desplazamiento de cuatro vértebras, se partió el cráneo dos veces y se lo reforzaron con una plancha de acero. Por eso corría siempre con una chichonera de cuero. Era Robic trompe-la-mort, el engañamuertes.
Cuando Robic dejó vacante el trono de las montañas, Loroño peleó por ocuparlo. En la etapa reina de los Alpes, Louison Bobet se lanzó a una cabalgada de ochenta kilómetros para vencer el primero de sus tres Tours, y el único que se atrevió a saltar con él fue Loroño. Le aguantó el ritmo en el col de Vars, se descolgó en la bajada pero todavía pudo pasar tercero por el Izoard y sumar los puntos necesarios para convertirse en el primer rey vasco de la montaña. El escalador de las subiditas junto al caserío se había consagrado en los Pirineos y los Alpes ante los mejores ciclistas del mundo.
La madurez de Loroño, primer gran ídolo de la afición vasca, coincidió con la eclosión de Federico Martín Bahamontes. El toledano ganó el premio de la montaña en el siguiente Tour, el de 1954, y a partir de entonces ambos reivindicaron la capitanía de la selección española en las grandes vueltas. Fue una rivalidad explosiva. En la Vuelta a España de 1956, Loroño atacó en la última etapa, la Vitoria-Bilbao, para remontar los escasos 43 segundos que le llevaba el italiano Conterno. Pasó por el alto de Sollube con un minuto y medio de ventaja, acariciando el triunfo final de la Vuelta, pero pinchó en el descenso y lo atraparon a las puertas de Bilbao. Después le contaron que Conterno se había compinchado con varios ciclistas belgas para que lo empujaran durante la subida. Aquello era motivo de expulsión, pero los jueces se limitaron a aplicarle una sanción de 30 segundos al italiano: Loroño se quedó a 13 segundos del maillot amarillo. Y su furia hirvió cuando la prensa mostró una foto escandalosa: Conterno pedaleaba agarrado a Bahamontes, quien lo remolcaba con todas sus fuerzas para impedir que Loroño, su compañero de selección y enemigo feroz, ganara la Vuelta.
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Loroño se vengó al año siguiente, cuando ganó la Vuelta de 1957 por delante de Bahamontes. También terminó quinto en el Tour, mientras el toledano se retiraba en una de sus espantadas más famosas. En la octava etapa, Loroño se metió en una escapada numerosa que llegó a meta con 18 minutos de ventaja. Al día siguiente, Bahamontes alegó que le dolía el brazo por una inyección de calcio que le había puesto el seleccionador Luis Puig, se bajó de la bici y se tumbó entre unas familias que hacían picnic en la hierba mientras veían el Tour. Sus gregarios Morales y Ferraz intentaron convencerlo para que siguiera pero Bahamontes se negaba. Que no y que no. Le mentaron a su mujer: “Hazlo por la Fermina, Fede”. “Que no”. “Hazlo por España”. “Que no”. “¡Hazlo por Franco!”. “¡Que no!”. Bahamontes se subió al camión escoba y volvió a casa en medio de una oleada de críticas de compañeros, directores y periodistas.
Pero Bahamontes era mucho Bahamontes. En 1958 se vio las caras con Loroño en la Vuelta (el toledano fue sexto y ganó la montaña, el vizcaíno fue octavo y ganó una etapa) y en el Giro (el el toledano ganó una etapa y terminó decimoséptimo, el vizcaíno fue séptimo). Para el Tour, el seleccionador Dalmacio Langarica, también vizcaíno, dejó a Loroño en casa y se llevó a Bahamontes como líder: ganó dos etapas y el premio de la montaña. Así que en el Tour de 1959 Langarica lo vio claro: esta vez llevaría a Loroño, sí, pero como gregario de Bahamontes. Loroño pidió libertad en las primeras etapas de montaña, hasta ver quién de los dos iba más fuerte, pero Langarica le dijo que se olvidara. “Entonces no quiero ir”. “Entonces no vas”.

La afición vasca reaccionó con furia contra Langarica. Le dirigieron críticas públicas en los periódicos y cartas anónimas con amenazas, le rompieron el escaparate de su tienda de bicicletas en Bilbao, insultaron a su mujer por la calle. Los hechos le dieron la razón: Bahamontes ganó el Tour de 1959.
Loroño, ya con 33 años, tuvo que apurar ese trago amargo. No volvió a brillar, pero su fogonazo en el Aubisque alumbró el primer entusiasmo multitudinario por un ciclista vasco en el Tour.
Autor: Ander Izagirre