PACO CEPEDA, PRIMER MUERTO DEL TOUR

autoría: Ander Izagirre, 

Cinco corredores bajaban por el desfiladero de La Romanche. Formaban uno de tantos grupitos que se habían dispersado en la subida al Galibier, durante la séptima etapa del Tour de 1935, y volaban a relevos para llegar a Grenoble con el menor retraso posible. Entre ellos iba Francisco Cepeda, natural de Sopuerta. Nada más pasar el pueblo de Rioupéroux, Cepeda se fue al suelo en una curva y tiró a Adriano Vignoli. El italiano se retiró con la clavícula rota. El vasco se subió a la bicicleta y reanudó la marcha, pero se desmayó unos metros más adelante, el coche de la selección española lo trasladó al hospital de Grenoble y allí le diagnosticaron una fractura de cráneo. Se lo trepanaron para reducir la presión del hematoma. Pero murió tres días más tarde, a los 29 años.

Cepeda sonríe en los retratos con el pelo engominado y repeinado, frente amplia, nariz determinada, mandíbula prominente, derrochando confianza. Trabajaba de juez de paz. Se ganaba la vida resolviendo pequeños conflictos municipales pero solo la disfrutaba de verdad cuando huía del despacho en bicicleta. Primero para visitar a su novia y volver: sesenta kilómetros que le servían de entrenamiento. Luego para inscribirse en las carreras y ganar muchas de ellas, el Circuito de Getxo, el Gran Premio de Pascuas, la medalla de bronce en el campeonato de España, hasta que se atrevió con la gran aventura: el Tour de 1930. Fue el primer vasco que terminó la prueba francesa, en 27ª posición. Y nunca más consiguió acabarla: en 1931 se retiró enfermo casi al final; en 1933 llegó fuera de control en la primera etapa, como el labortano Jean-Baptiste Intzegarai; luego se retiró del ciclismo, pero en el despacho no resistía los picores y volvió a enrolarse en el potente equipo Orbea. En 1935 participó en la primera Vuelta a España de la historia y consiguió un 17º puesto. No le bastó para que lo incluyeran en la selección española para el Tour pero no tuvo dudas: se inscribió como ciclista independiente, con la bronca de su padre, un empresario que prefería verlo en su puesto de juez, con la comodidad de la oficina y el buen sueldo garantizado, y no pasando miserias en aquella carrera salvaje. Cepeda dejó el sillón, se montó en el sillín y se lanzó a aquella pasión que lo devoraba. Y que lo devoró.

Las circunstancias del accidente resultaron muy confusas y circularon todo tipo de versiones, porque aquel Tour ya venía plagado de episodios rocambolescos. Se divulgó la noticia de que un coche de la organización había atropellado a Cepeda. En realidad, ese coche había arrollado a otros corredores en el inicio de la etapa: Gustaf Danneels, campeón de Bélgica, y Antonin Magne, ganador de dos Tours, se retiraron por las heridas. El ganador de aquel día en Grenoble, Francesco Camusso, también se retiraría unos días más tarde tras ser atropellado por un coche de equipo.

Varios testigos declararon que Cepeda perdió el control de su bicicleta de repente. La causa judicial la archivaron seis meses más tarde sin aportar ninguna explicación, pero quedó una hipótesis principal: a Cepeda se le había despegado el tubular de la llanta.

Resultaba una hipótesis incómoda para los organizadores del Tour. En la segunda etapa de aquella edición, los cuatro ciclistas que marchaban escapados pincharon uno tras otro. El favorito Archambaud también pinchó seis veces y perdió media hora. Giuseppe Martano, segundo en el Tour anterior, pinchó tantas veces que se retiró desesperado. No se trataba de la tradicional siembra de clavos con la que algunos espectadores provocaban los pinchazos (salvo al ciclista de su pueblo, al que avisaban del lado de la carretera por el que debía pedalear para librarse). Aquel año las ruedas proporcionadas por la organización llevaban, por primera vez, llantas de duraluminio en lugar de llantas de madera. En los días calurosos, con el metal ardiendo, los tubulares reventaban. O se soltaban, porque el pegamento se derretía. Ocurría en los días calurosos o en las bajadas largas, como la del Galibier, cuando la fricción de las zapatas de los frenos recalentaba las llantas. Los organizadores pasaban de puntillas por este asunto que podía costarles una condena judicial, pero los pinchazos, las salidas de tubular y las consiguientes caídas proliferaron tanto, que tres días después del accidente, justo cuando se conoció la muerte de Cepeda, restituyeron las antiguas llantas de madera.

El vizcaíno fue el primer ciclista muerto en plena disputa del Tour, aunque hubo otro que falleció en una jornada de descanso durante la edición de 1910. Adolphe Hélière, un chaval que corría como isolé (aislado, sin equipo), llegó exhausto a la meta de Niza tras una etapa de 345 kilómetros, a nueve horas y media del vencedor. Durmió en la playa, como hicieron muchos isolés, porque preferían ahorrar dinero en hoteles y gastárselo en comida: combustible para la carrera. Al día siguiente Hélière se pegó una comilona, se dio un chapuzón en el mar y sufrió un choque térmico. Lo sacaron a la arena, intentaron reanimarlo, allí murió. Tenía 19 años y, según sus compañeros, le hacía mucha ilusión pasar por Rennes, su ciudad natal, unas etapas más adelante.

Además de Cepeda, otros dos ciclistas han muerto en carrera durante el Tour: el italiano Fabio Casartelli, que en 1995 se golpeó la cabeza contra un murete de cemento en el descenso del Portet d’Aspet, y el británico Tom Simpson, quien reventó por una mezcla de calor, alcohol y anfetaminas durante la subida al Mont Ventoux en 1967. Las imágenes televisadas de Simpson zigzagueando sobre la bicicleta, segundos antes de desplomarse, conmocionaron al mundo del ciclismo y cambiaron sus reglas. Al año siguiente el Tour instauró por primera vez los controles antidopaje. 

El ciclista donostiarra Ramón Mendiburu fue testigo de aquel episodio en el Ventoux.

- Ese día en la salida de Marsella cascaba un sol tremendo. Nunca me olvidaré de Tom Simpson recogiendo agua de una acequia con la gorra y echándosela por la cabeza. Yo pensaba: “Si ahora estás ya asado, cómo estarás dentro de doscientos kilómetros...”. También recuerdo que en plena carrera Jesús Aranzábal metió la cabeza en un abrevadero, salió con todo el verdín colgando de las orejas... y con dos botellas de champán que alguien había dejado a refrescar. Yo subí el Ventoux en un grupito con Stablinski. A falta de un par de kilómetros para la cima, en aquel pedregal, vimos a un corro de gente en la cuneta, alrededor de un ciclista tirado en el suelo. El doctor Dumas le estaba haciendo el boca a boca. Stablinski preguntó: “Qui est-ce?”. “C’est Tom, c’est Tom!

El ciclismo es un juego entre la alegría y la angustia. Como a ningún otro deporte, le preceden anuncios de urgencia: motos con aullido de sirenas, coches que dan bocinazos, zumbidos de helicópteros. El espectador aguarda con ansia en la cuneta. Va a pasar algo. Y pasa, pasa un enjambre veloz, estallido de colores, pirotecnia. El espectador aplaude con la felicidad de un crío pero también ve, muy de cerca, escenas inquietantes: muecas de sufrimiento, narices que gotean sudor, miradas perdidas, alguna caída terrible como la de Cepeda. La batalla es inventada pero el dolor es real. El ciclismo no fascina porque coquetee con la muerte, sino porque juega hasta el límite con esa extraña capacidad humana de aceptar el riesgo y el sufrimiento. Y porque no ignora -nadie debería ignorarlo- que un centímetro más allá ya no hay remedio.