GARRIDO LÓPEZ, Carlos, El Senado ante el enigma de la representación territorial, Marcial Pons, Madrid, 2019, 150 págs.

El cuestionamiento del Senado dispuesto por la Constitución de 1978 ha sido una constante en el tiempo, desde el momento mismo de su alumbramiento —e incluso antes— hasta hoy. Se diría que nuestra Segunda Cámara más que existir, sobrevive. Quizá pocas cosas han suscitado entre los especialistas tanto consenso como la ya inveterada y supuesta necesidad de transformar el Senado —según expresión que se repite como un mantra— en una verdadera cámara de representación territorial, que lo acomode convenientemente a nuestro Estado autonómico. El libro del profesor Carlos Garrido, que se estructura en seis capítulos, una introducción y un epílogo, y que seguidamente comentamos, tiene el enorme interés y la valentía intelectual de ofrecer un enfoque alternativo, dirigido a deconstruir las posiciones que abogan por un Senado territorial, y que, por lo mismo, resulta, a nuestro juicio, de lectura imprescindible para quien pretenda aproximarse a esta cuestión desde una perspectiva o desde un ángulo distinto al habitual o al más extendido. En cambio, tal vez debieran abstenerse aquellos lectores ávidos de propuestas que sugieran cambios drásticos y llamativos, de igual modo que, por el contrario, no debieran privarse de su lectura aquellos que persigan análisis agudos y exhaustivos que desembocan en juicios y reflexiones razonables y razonados.

En la introducción del libro el profesor Garrido presenta el Senado con sus endémicas carencias en nuestro ordenamiento constitucional. A pesar de que la Constitución lo define, en fórmula tan categórica como a la postre huera, como cámara de representación territorial, no lo es, sin embargo —o sólo lo sería de forma muy residual— ni estructural ni funcionalmente. Duplica la representación política del Congreso, amplificando, salvo en contadas excepciones, las mayorías parlamentarias de este; y su contribución en las funciones legislativa y de control político es más bien exigua.

Así las cosas, y tras el fracaso de la reforma reglamentaria del Senado (1994), materializada a fin de profundizar en su anhelada especialización funcional, se generalizó, tanto en los ambientes académicos como políticos, la idea de la necesidad perentoria de acometer una reforma constitucional a fin de convertir el Senado, y en expresión que se ha repetido hasta la saciedad, en «una auténtica cámara de representación territorial».

El autor no esconde al lector sus intenciones y advierte, ya en las primeras páginas de su obra, de que esa perseguida conversión territorial del Senado no es más que un esfuerzo vano. Para fundamentar este aserto desvela una audaz y provocadora hipótesis de partida: no se puede reformar el Senado para transformarlo en una cámara de representación territorial por la sencilla razón de que no existe este tipo de cámaras. En opinión del autor, las cámaras territoriales que ofrece el derecho comparado y que se toman como posibles modelos para reformar nuestro Senado, no representan de iure a las entidades federadas y tampoco operan de facto como cámaras de representación de unos específicos intereses territoriales. Y ello porque, con independencia del modo de composición y de las funciones asignadas a las segundas cámaras, sus miembros no pueden desembarazarse en el funcionamiento de las mismas de la vis expansiva de la dinámica de las mayorías, esto es, de la dinámica de partidos.

En el primer capítulo se aborda la cuestión del encaje de las segundas cámaras en la teoría liberal de la representación política en el Estado constitucional. La teoría liberal de la representación transformó el modelo representativo basado hasta entonces en las categorías propias de las relaciones jurídico-privadas, y que había servido de fundamento para canalizar la representación de intereses estamentales de las asambleas medievales. Con el nuevo concepto de representación del Estado constitucional se invierten los roles mandante-mandatario entre representantes y representados. Ahora los representantes ya no estarán supeditados a la voluntad de los representados, no estarán sujetos a mandato imperativo alguno, que será sustituido por el mandato representativo. El representante no podrá estar condicionado por instrucción alguna del representado, tanto por su condición de ciudadano libre como por representar y expresar no una o varias voluntades particulares, sino la voluntad general. Y al hacerlo, en realidad manifiesta una voluntad ex novo que impone a los representados, los cuales únicamente podrán revocar el mandato representativo en elecciones periódicas. En este sentido, el parlamento del Estado constitucional no sucede tanto a las asambleas estamentales, que representaban intereses parciales, como al rey, que encarnaba la voluntad general. Esta nueva teoría de la representación alteró la naturaleza de las asambleas parlamentarias y alumbró un nuevo parlamento, inédito hasta entonces.

La disyuntiva que se planteaba entonces es que, si la voluntad general de la nación es única, el órgano del Estado llamado a representarla habría de ser también único. Justo ahí radicaba la dificultad de encajar el bicameralismo en el andamiaje institucional del Estado constitucional. Y si las segundas cámaras acabaron por ensamblarse en el mismo fue por la fuerza de la inercia de la historia en unos casos, o por particulares coyunturas políticas en otros; y también por la flexibilidad de la teoría política liberal.

En las monarquías constitucionales decimonónicas europeas, las segundas cámaras sirvieron en realidad de instrumento para alojar a las élites del Antiguo Régimen y sus intereses; de modo análogo a como el monarca absoluto, transmutado en monarca constitucional, se colocaba a la cabeza del poder ejecutivo del nuevo Estado constitucional. Si ello explica ciertamente la aparición y extensión de lo que se podría denominar un bicameralismo social en Europa, no aclararía, en cambio, el surgimiento en EE.UU. del otro tipo de bicameralismo: el federal. No obstante, tampoco aquí el establecimiento de una segunda cámara federal resultó ser consecuencia inevitable de un previo modelo de articulación racional del nuevo Estado federal, sino que fue consecuencia contingente del particular proceso de construcción del por entonces naciente Estado federal. En efecto, la previsión del Senado en la Constitución federal de los EE.UU. no tenía por objeto, en puridad, institucionalizar una representación territorial en un órgano de la federación sino, más bien, articular en ese órgano —el Senado— una suerte de representación política que permitiese a los estados menos poblados y económicamente más débiles contrarrestar la previsible concentración de poder en el parlamento federal que los estados más poderosos y poblados estaban destinados a acaparar por virtud del principio de representación proporcional. Y en ambos casos, tanto en el bicameralismo social como en el federal, la introducción de una segunda cámara conectaba con el principio de la especialización funcional y la división del poder característico de la teoría política liberal.

Sin embargo, con la extensión del sufragio en el siglo xx y el consiguiente afianzamiento del principio democrático y de soberanía popular, se hacía cada vez más evidente el desajuste que suponía una segunda cámara con una vocación representativa propia y distinta a la primera; anomalía que se hacía particularmente palpable, aunque no sólo, en la modalidad del bicameralismo social. Ello acabaría trayendo consigo una crisis sistémica del denominado bicameralismo social, y también un cierto replanteamiento del bicameralismo federal.

En el segundo capítulo se hace un breve repaso por nuestra historia constitucional y se constata que España no fue en absoluto ajena al papel, antes señalado, que desempeñaron las segundas cámaras en Europa a lo largo del siglo xix. Así, salvo la Constitución de Cádiz y la de la II República, que optaron por parlamentos unicamerales, todas las constituciones monárquicas, con independencia de su sesgo conservador o progresista, que se sucedieron entre 1834, tras la muerte de Fernando VII, y 1923, fecha del golpe de Primo de Rivera que interrumpió el tracto constitucional, se decantaron por un bicameralismo de corte social e inspiración británica. La única excepción la representó el Senado de carácter federal previsto en el proyecto constitucional de 1873, tras la proclamación de la I República, si bien esta segunda cámara carecía de funciones típicamente federales.

Desde la disolución del Senado canovista en 1923, no se volvió a retomar la arraigada querencia de nuestra tradición constitucional por el bicameralismo hasta la aprobación de la Ley 1/1977, de 4 de enero, para la Reforma Política. En ella se preveía un Senado de composición mayoritariamente electiva y extracción provincial, y funciones de cámara de reflexión o de segunda lectura, que, grosso modo —salvadas la incorporación de los senadores autonómicos y de algunas competencias en materia autonómica— será la configuración que finalmente adopte la Constitución de 1978. Sin embargo, no había sido esa la orientación seguida en los primeros textos elaborados por las Cortes constituyentes surgidas tras las elecciones de 15 de junio de 1977, que proyectaban un Senado de naturaleza decididamente autonómica. Este diseño territorial de la Segunda Cámara se malogró en el devenir del proceso constituyente como consecuencia de la ausencia de un modelo territorial definido. Las Cortes no adoptaron finalmente una auténtica decisión constituyente sobre la estructura territorial del Estado, sino que abrieron un proceso —incierto— de descentralización territorial del poder político. Y claro está, sin verdadera decisión constituyente acerca del modelo territorial difícilmente la Constitución podía alumbrar un Senado territorial.

En el tercer capítulo del libro el profesor Garrido analiza de forma pormenorizada la posición constitucional del Senado. Con la salvedad de algunos supuestos tasados en los que la Segunda Cámara interviene en una posición de paridad o de relativa paridad con el Congreso, esa posición se define, con carácter general, como la propia de una cámara subalterna con relación a la Cámara Baja, con la que mantendría una relación desigual en cuanto a la participación en el procedimiento legislativo y en los instrumentos de control ordinario del ejecutivo. Pero además de desigual, tal relación sería asimétrica, pues, a diferencia del Congreso que tiene constitucionalmente atribuidas en exclusiva una serie de facultades, la Constitución únicamente habría reservado de forma privativa al Senado la aprobación de las medidas previstas en el artículo 155 CE.

A pesar de su enfática definición como cámara de representación territorial (art. 69.1 CE), en realidad el Senado, como el Congreso, representa al conjunto del pueblo español (art. 66.1 CE). Ni los senadores de elección directa representan a las provincias, a las islas o a las ciudades autónomas, ni los senadores de designación autonómica representan a las respectivas CC.AA. Funcionalmente apenas dispone la Segunda Cámara de especialización territorial y sus facultades como cámara de segunda lectura o reflexión están constitucionalmente muy limitadas. El autor apunta, además, que los esfuerzos por acentuar el carácter territorial del Senado han sido, hasta el momento, baldíos. Y ofrece al lector dos ejemplos: uno, ya antiguo y de carácter estructural, alude a la posibilidad de constituir grupos territoriales en el Senado; el otro, más reciente y de carácter funcional, se refiere a la habilitación de un procedimiento dirigido a permitir la participación de las CC.AA. en la designación de los cuatro magistrados del TC que corresponde proponer al Senado. Y, en ambos casos, concluye el profesor Garrido, la clave explicativa de este fracaso habría que buscarla en el mismo sitio, y es que, al fin y a la postre, la lógica partidista vendría siempre a sobreponerse a la lógica territorial.

En otras ocasiones, como sucedió con la creación de la Comisión General de las CC.AA. mediante reforma del Reglamento del Senado (1994), cuya composición, competencias y funcionamiento se detallan en el capítulo cuarto, el fracaso de la ambicionada especialización territorial de la Segunda Cámara se debió, además de a la ausencia de voluntad política, a las propias limitaciones constitucionales que lastraban al Senado.

Constatadas las limitaciones de la regulación constitucional del Senado, si acaso más evidentes a medida que evolucionaba y se profundizaba en el desarrollo del Estado autonómico, se fue gestando el consenso acerca de la conveniencia de llevar a cabo una reforma constitucional a fin de transformar el Senado en una verdadera cámara de representación territorial. En el capítulo quinto de su obra, el profesor Garrido analiza y sistematiza las distintas propuestas de reforma procedentes tanto del ámbito académico como político, parlamentario o del informe del Consejo de Estado (2006). Todas ellas abarcarían tres aspectos relacionados a su vez entre sí: reformar la composición del Senado para dotarlo de una representatividad distinta al Congreso; proveer a la Segunda Cámara de funciones territoriales; y, derivado de estos dos aspectos, redefinir en tercer lugar su posición en el seno de las Cortes Generales en tanto que órgano compuesto.

En cuanto a la modificación de la composición del Senado en aras de convertirlo en cámara de representación territorial, verdadero nudo gordiano de la hipotética reforma constitucional, se abordan las distintas cuestiones y alternativas que suscita la distribución de escaños entre las CC.AA. —igual o tendencialmente igual, o proporcional a la población y/o a la extensión geográfica de cada CA—, así como los distintos modelos tomados del derecho comparado sobre las formas de elección o designación de los senadores: elección directa por los ciudadanos mediante sufragio universal en circunscripciones territoriales; elección indirecta por las asambleas parlamentarias de las entidades territoriales representadas; sistemas mixtos que combinan ambos procedimientos —elección directa e indirecta—; sin descuidar, además, que todas estas modalidades de elección, a su vez, podrían sujetarse a distintas fórmulas electorales —proporcionales o mayoritarias— con sus consiguientes efectos representativos; y, en fin, la designación por los gobiernos de los entes territoriales de los miembros de la cámara, que actuarían con instrucciones de voto y podrían ser relevados por aquellos (modelo Bundesrat alemán).

En lo relativo a la especialización funcional de carácter territorial que la reforma debiera propiciar, se examinan minuciosamente las distintas iniciativas encaminadas a reforzar la posición del Senado en el procedimiento legislativo, singularmente con relación a la elaboración y aprobación de las leyes con especial incidencia o relevancia autonómica, así como las diferencias interpretativas que esta categoría normativa suscita. Se estudian también, en esta línea de dotar al Senado de funciones territorialmente especializadas, las potencialidades de una Segunda Cámara reformada en orden a constituirse en sede de los principales debates tanto en la fase ascendente de determinación de la posición de España en la elaboración del derecho comunitario, como en la descendente, acerca del desarrollo, aplicación y ejecución de ese derecho; así como también en instrumento para reforzar y perfeccionar las relaciones de coordinación y cooperación entre el Estado y las CC.AA. y de estas entre sí.

A la vista de todo lo expuesto, en el último capítulo corrobora el autor aquella hipótesis inicial —no hay más representación que la representación política de los ciudadanos actualizada mediante partidos— y despliega, con argumentos sólidos y profusión de ejemplos de derecho comparado, las consecuencias y derivadas que de tal confirmación se siguen en cuanto a la configuración y funcionamiento de las segundas cámaras en la actualidad. La territorialidad en la extracción de los miembros de las segundas cámaras no altera su naturaleza representativa, que es política, ni su carácter de actores políticos que supeditan sustancialmente a consideraciones partidistas su participación en el funcionamiento y en el desenvolvimiento de las funciones atribuidas a las segundas cámaras. El Estado democrático es un Estado de partidos y las segundas cámaras no son una excepción que se pueda sustraer a esta circunstancia. Así lo atestigua el derecho comparado, incluso en algún supuesto, como el singularísimo del Bundesrat alemán, en el que semeja que el vector partidista se diluye en el territorial. El Estado democrático y el principio de soberanía popular que lo sustenta habrían arrumbado la noción misma de una representación territorial específica y diferenciada de la política, y la necesidad de incorporar los intereses territoriales a la decisión estatal a través de las segundas cámaras. En la actualidad, esa incorporación de intereses territoriales no dependería de la existencia o no de una segunda cámara, sino del sistema de partidos presente en los distintos niveles de gobierno y en la capacidad de influencia de las estructuras territoriales partidistas con relación a sus propias estructuras nacionales. El Senado, por tanto, no sería en modo alguno un instrumento institucional imprescindible para integrar las voluntades de las entidades territoriales en la formación de la voluntad legislativa estatal, ni tampoco para negociar y agregar intereses territoriales entre el Estado y los entes subestatales. Y un buen ejemplo de ello es precisamente España, donde ambos objetivos se canalizan a través del Congreso de los Diputados, las negociaciones bilaterales entre el Estado y las CC.AA., las relaciones intergubernamentales de carácter vertical, o las relaciones de cooperación entre el Gobierno y las CC.AA., mecanismos para los que todavía hay, desde luego, margen de mejora y profundización.

Así las cosas, concluye el profesor Garrido en el epílogo de su trabajo, la codiciada reforma constitucional del Senado es innecesaria y constituye un esfuerzo estéril. Estéril, porque perseguiría materializar, en palabras del autor, una quimera: la representación territorial. Innecesaria, porque con ella no se alcanzaría una mayor integración territorial, ni tampoco una potenciación del multilateralismo frente al bilateralismo que caracteriza el Estado autonómico, ni mucho menos propiciaría la integración de los nacionalismos periféricos centrífugos en un proyecto político común. En definitiva, la reforma constitucional del Senado no resolvería ninguno de los problemas que estaría llamada a resolver y, por el contrario, crearía otro mayor, a saber, el reforzamiento de la posición constitucional de una cámara que complicaría el proceso de toma de decisiones y la gobernabilidad. Razones suficientes —completa el autor— para dejar el Senado como está, o bien para plantearse pura y simplemente su supresión.

Vicente A. Sanjurjo Rivo

Universidad de Santiago de Compostela
va.sanjurjo@usc.es
ORCID 0000-0003-3087-967X